Por Kandu Banna, seudónimo del escritor Andrés Moreno
«Al mirarse en el espejo volvió a ver la imagen que tanto odiaba. Nada de lo que veía le gustaba. Ni su pelo, ni sus orejas, ni su nariz respingona que le encantaba a su padre, ni una sola de las partes de su cuerpo. Si acaso los dedos de los pies, largos y ligeros. Por eso procuraba llevarlos libres el mayor tiempo posible. Al menos veía algo hermoso, cuando caminaba mirando al suelo avergonzada de su cuerpo. Para colmo, llevaba todo el curso con la vista tan turbia que apenas leía lo que ponía en la pizarra. Recordó la conversación de la tutora con su madre el día que les llamó preocupada por sus notas:
— ¿Seguro que su hija ve bien? Quizás por eso va tan mal esta evaluación. Debería llevarle al oculista.
¡Chivata!, ¿por qué no tendría la boca cerrada? Ahora añadiría un defecto más a su cuerpo para que se burlaran de ella en clase:
— ¡Fea! — Se lo dijo a la figura que estaba en el espejo de cuerpo entero de su abuela.
Fue entonces cuando reparó en el buró del fondo de la habitación. La recordaba allí, sentada, escribiendo con una pequeña pluma sobre su tapa de madera brillante. Se acercó, la bajó y se sentó a admirar los cajones finamente tallados del interior. Y así, abriendo y cerrando, encontró las gafas redondas de carey de su abuela. ¿Cómo se vería con ellas? Quizás no le sentarían tan mal, quizás disimularían alguno de sus defectos. Solo había una forma de averiguarlo. Al colocárselas, la borrosa habitación se definió con precisión:
— ¡Vaya! Sí que las necesitaba. — Pensó.
Se giró y se miró desde lejos en el espejo. La figura fea se había esfumado. En su lugar había una mujer esbelta de mirada intensa, pelo lacio y rasgos compensados. Le agradó tanto lo que veía que decidió seguir con ellas puestas. A su madre tampoco le pareció mal:
—¡Es increíble! Deben ser las que llevaba la abuela a tu edad.
Fue todo su comentario. En el fondo se alegraba de evitar al oculista y gastar un dinero que les venía muy bien. Quedaba la prueba más importante: el instituto.
Al día siguiente, mientras caminaba hacia él, anduvo quitándoselas y poniéndoselas cada dos pasos. Solo cuando se encontró con sus amigas y le dijeron lo bien que le quedaban sintió la fortaleza necesaria para entrar con ellas puestas. Además le vendrían bien para seguir las clases. Y no le faltaba razón.
Por primera vez podía ver sin dificultad los trazos escritos en la pizarra por el profesor de matemáticas. Cuando acabó de plantear el problema y pedirles el resultado, parpadeó una débil luz en las gafas, activándose como una especie de pantalla. Del borde superior izquierdo fue surgiendo en letras claras y brillantes el desarrollo del problema y la solución. Fue tal su sorpresa que no pudo levantar la mano para darla, y eso que tenía la boca abierta. Se las quitó, las miró, se las puso y allí seguía escrita la solución. Le sucedió con todos los problemas. Lo mejor llegó en el examen sorpresa de inglés de tercera hora. Leía la frase y las gafas la completaban. ¡Se lo tenía que contar a sus amigas! Pero cuando se vieron en el recreo, en las gafas apareció un mensaje claro: «Chismosa, se lo contará a todo el mundo». Llevaba razón, no era bueno decirlo. Seguro que todos querrían compartirlas y le crearía más de un problema.
Pero las sorpresas no acabaron. Cada vez que se acercaba alguien aparecía su nombre y las cosas que le pasaban: sus miedos, virtudes, defectos y problemas surgían como por arte de magia en el interior de los cristales. Y así descubrió que Mohamed no era malo, sino un buen hijo que deseaba que le echaran para irse a ayudar a su familia. Que Willy, el más camorrista del instituto, era el que más miedo tenía: «Es un chico migrante. Se siente rechazado. Ataca para no sentirse atacado». De Alicia: «Tímida. Nadie le prestaba atención en casa. Escúchala» Que Nieves estaba triste porque sus padres se estaban separando. Lo mejor de todo es que, como con las clases, las gafas siempre le daban la solución.
Desde ese día Julia abrazó, charló, animó y ayudó a toda persona que se le acercó a menos de dos metros. Incluso sopló a sus compañeros y compañeras alguna que otra respuesta en los exámenes. Era una manera de compensar su mala conciencia. Al acabar el curso la tutora fue clara:
— Verdaderamente su hija necesitaba gafas.
Nunca más volvió a ver los defectos de ella misma que tanto le agobiaban. Se quedaron al otro lado de los cristales donde todo, con un poco de voluntad y empatía, tenía solución. Sobre todo si se llevaba unas gafas como las de Julia.»
*Ilustración realizada por Elena Guillén