2021 fue un año en el que aún no pudimos pasar página. La pandemia del coronavirus mantenía cerradas las escuelas en numerosos países del mundo y la crisis educativa se acentuaba para los colectivos más vulnerables. Nuestro símbolo de alerta, La Silla Roja, cobraba más sentido que nunca. Esa silla, como la que aparece en la portada de nuestro informe anual, es una llamada de atención ante los millones de niños, niñas y jóvenes que nunca han tenido oportunidad de estudiar o a quienes la COVID-19 se la ha arrebatado.
En un contexto en el que ya son más de 100 millones las personas refugiadas y desplazadas, la escuela debería ser espacio de acogida y lugar seguro para quienes huyen de la guerra o de la persecución. Siria, Venezuela, Afganistán o Sudán del Sur han vuelto a ser las heridas abiertas en este 2021.
Aunque no solo los conflictos o las crisis dan origen a la movilidad humana, también la causa medioambiental fuerza a cada vez más gente a dejarlo todo atrás para escapar del hambre o de los desastres naturales. Ha sido el caso, por ejemplo, de Etiopía, Somalia, República Centroafricana o República Democrática del Congo, y también de países asiáticos como China, India o Filipinas.
En mitad de todo, de la pandemia, de la violencia o de la escasez, las condiciones para las mujeres y las niñas son siempre doblemente peores. Ellas son quienes primero dejan la escuela ante las dificultades económicas, quienes padecieron más violencia física, sexual y emocional como consecuencia de los confinamientos y el cierre de los centros educativos, o quienes abren camino -junto a sus hijas e hijos- enfrentando la incertidumbre cuando toca escapar y sobrevivir en países desconocidos, como hemos visto en la reciente guerra de Ucrania.
Todas estas personas: las que huyen, las que sufren, las que -por unas razones u otras- cuentan con menos oportunidades, son nuestra prioridad. Y, en estos tiempos convulsos, seguimos convencidos de que la educación forma parte de la solución; es el lugar donde todo debería ser posible, donde promover condiciones de equidad y futuro para las generaciones de niños y niñas, de jóvenes, que -solo así- podrán ser protagonistas del cambio. Invertir en educación y priorizar este derecho para todas las personas es un deber ético. Es nuestra oportunidad.