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«Colorines en el mar»: Finalista Un Mundo de Cuento

Por Elena Gamero Redondo

«Como todos los domingos de verano a las siete de la tarde, el barco Navidulce se preparaba para salir a navegar. Era un barco de paseo para sesenta pasajeros y el viaje duraba una hora. El Navidulce navegaba por los mares del Océano Atlántico no muy lejos de la playa, y no hacía como otros barcos de este estilo que enseñaban a las ballenas o a los delfines, sino que el capitán llevaba el barco hasta un lugar donde el mar cambiaba de color, pasaba de “azul cielo” a “arcoíris en el mar”. La gente se quedaba maravillada y por eso pagaba treinta euros con mucho gusto. Iban sobre todo muchos niños y niñas con sus padres y madres, a los que se les regalaba  un paquete con dos dulces a cada uno, para que merendaran mientras tanto.   

Hacía una tarde maravillosa y todos estaban muy contentos comiéndose sus dulces mientras veían esas aguas de colores. Pero había alguien que no estaba tan contento: cientos de pececitos de todos los colores, los Colorines. Por eso se veían las aguas del mar de aquel lugar como si fuera un arcoíris de muchos colores, porque bajo las aguas habitaba una comunidad de Colorines. Nadie los veía, ni tampoco veía su sufrimiento cuando quedaban atrapados en los envases de plástico de los dulces que tiraban los pasajeros de aquel barco todos los domingos de verano. 

Para luchar contra la basura, los Colorines empezaron a organizarse por colores: los azules recogían los envases de los dulces, los verdes recogían botellas de agua, los amarillos recogían toallitas desechables, los naranjas recogían tapones, los violetas recogían bolsas de supermercado, los rojitos escarbaban un agujero en el suelo del mar para enterrar ahí toda la basura… Pero todo esto salió mal porque los Colorines eran muy pequeños. Entonces, empezaron a asomarse afuera para que las personas de los barcos los vieran y así tuvieran más respeto por ellos.

Esas personas ya los veían y se divertían mucho, hasta que un niño dijo: -Papá, yo quiero uno, quiero uno verde.

Un hombre que estaba allí presente se dio cuenta y pensó que podría ganar dinero, así que al día siguiente fue allí con otro barco y comenzó a pescar muchos Colorines que se puso a vender en el paseo marítimo de la ciudad. Cada pececito costaba veinte euros y se vendían tantos que no quedó ninguno. Entonces el dueño del barco Navidulce se enfadó mucho porque ya no había aguas de colores, pero lo curioso era que el agua tampoco estaba azul sino que quedó como una mancha negra. Ya no había peces de colores, no había negocio, no había nada. Sólo una mancha en el océano y otra mancha en el corazón de las personas egoístas que no pensaban en la naturaleza ni en el pobre planeta Tierra.

Pasó el tiempo y al siguiente verano, aquel niño que pidió un pececito verde quiso que su papá le volviera a enseñar los Colorines, y el padre le explicó que habían desaparecido para siempre por culpa del ser humano, y que la única forma de limpiar el mar era no tirando plásticos a él, limpiando los océanos, las playas, y echándolo todo a los contenedores amarillos que hay en todas las ciudades.

El niño se lo dijo a todos sus compañeros de clase del colegio y todos juntos fueron a la playa de su ciudad a limpiarla de plásticos y basuras.
Salieron en la televisión dando ejemplo. Así poco a poco, se recuperó el mar, y aunque aquellos Colorines no volvieron jamás, las aguas del mar quedaron limpias, azules y cristalinas; la mancha desapareció y la conciencia de la gente quedó también limpia para siempre.

El alcalde de la ciudad, para recordar que nunca más se volviera a tirar plásticos al mar cambió el nombre de la playa y puso un cartel muy grande donde ponía “Playa de Los Colorines.»  

 

*Ilustrado por Elena Guillén.

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