[8sept] Poniendo cara humana a nuestra cooperación
En 1991 nació el Voluntariado Internacional Pedro Arrupe (VOLPA), inspirado en la figura de éste y en su experiencia vital de interculturalidad. Desde esa fecha, más de 600 personas han tenido una experiencia de voluntariado de larga duración en comunidades locales de países empobrecidos.
Durante el año 2010, el programa VOLPA movilizó a 27 voluntarios de Entreculturas, que desarrollaron su voluntariado dentro de los equipos de nuestros socios locales y organizaciones con las que trabajamos, principalmente en América Latina.
Dentro del décimo aniversario del año internacional de los voluntarios (AIV+10) y el vigésimo aniversario del Voluntariado Internacional Pedro Arrupe, esta es una ocasión más para reconocer el compromiso y dedicación de los voluntarios. En palabras de Pedro Miguel Lamet "el impulso transformador de Arrupe sigue arrastrando hoy en día a generaciones de personas comprometidas". A todos ellos, nuestra más sincera enhorabuena y todo nuestro agradecimiento.
Pedro Miguel Lamet *
En un mundo radicalizado por partidismos y banderías, los hombres que han sabido tender puentes entre ideologías, culturas y desigualdades nunca mueren. Tal es el caso de Gandhi, Luther King, Romero o Pedro Arrupe. Acaban de cumplirse, el pasado 5 de febrero, veinte años de la muerte de este último.
Cuando le visité en Roma, se la había parado el reloj. Igual que el seis de agosto de 1945 a las 8,15 de la mañana en Hiroshima. Entonces cayó en la cuenta que el B-29 que cruzaba el cielo impoluto de la ciudad japonesa no era el consabido avión-correo americano de todos los días. Subió al montículo que había cerca de su casa-noviciado de Nagatsuka y pudo comprobar que el pika-don ("resplandor" y "estallido" en japonés) de la primera bomba atómica de la historia, había convertido a Hiroshima en un desierto de humo y ceniza. Bajó a la capilla, y preguntó a su Dios que podría hacer ante las manecillas muertas de aquel reloj parahistórico, situado en un no-tiempo que se le antojaba eternidad.
Pensó que tanta energía desarrollada para el mal podría transmutarse en fuerza creadora para el bien. Entonces convirtió su pequeña casa religiosa en improvisado hospital para socorrer día y noche a sombras humanas víctimas del fuego y la radioactividad. Con una navaja de afeitar a modo de bisturí, extraería miles de fragmentos incrustados en la piel de los japoneses en unas inolvidables jornadas en las que apenas consiguió dormir una o dos horas dirías. Pero ignoraba hasta qué punto aquel momento de iluminación iba a trasformar su vida y las de miles de personas más.
Cuando le visité en Roma durante el verano de 1983, aquel brillante joven bilbaíno, nacido en Bilbao el 14 de noviembre de 1907, alumno preferido de Medicina del más tarde presidente de la República profesor Negrín, que arrebató el premio extraordinario al futuro Nóbel Severo Ochoa y que, tras hacerse jesuita y misionero en el País del Sol Naciente, sería elegido vigesimoctavo sucesor de san Ignacio de Loyola, al frente de la Compañía de Jesús, parecía humanamente anulado, esta vez no por una bomba, sino por la propia institución a la que había amado y servido apasionadamente.
Tengo clavadas en mi mente las cuatro paredes blancas de aquella cárcel de enfermo de la curia generalicia jesuítica, a dos pasos del Vaticano, mucho más ardua sin duda que la que sufrió en Yamaguchi en sus tiempos de misionero durante la Segunda Guerra Mundial, cuando, por ser extranjero, fuera falsamente acusado de espía. Sumido en la oración, con la sonrisa en los labios, aquel hombre que había hablado siete idiomas apenas podía expresarse en español. Pero me abrió su corazón cuando fui autorizado a interrogarle durante veinte jornadas para preparar su biografía. El ictus cerebral apenas le permitía recordar nombres propios, pero con la cabeza lúcida, con paz y sin el más mínimo asomo de crítica al papa que lo había postergado. Recorrimos palmo a palmo las peripecias de su trayectoria vital.
Sobre la opción de los jesuitas por la justicia: "Sentí que comenzaba algo nuevo. Tenía una gran certeza inte¬rior. No tenía la más mínima duda. Arrancaba una nueva era, un nuevo orden. ¡Qué hermosura!» Le comenté que la opción por la justicia estaba presente en muchas de sus intervenciones y cartas. Que en el mismo Concilio ya habló sobre el diálogo con el mundo. "Sí, entonces algunos padres conciliares decían ¡qué tontería! Pero yo me sentía libre. Sabía 'es de Dios'. Ahora todos están de acuerdo."
Sobre su forma de gobernar a los jesuitas, respetando la libertad de las personas: "Yo no puedo mandar más que de una manera. No soy autoritario. Yo les explicaba y que ellos decidieran". En muchos momentos a Arrupe le sobrevenía el bajón psicológico de su enfermedad. Con medias palabras decía: "Yo ya no sirvo para nada; pobre hombre." "Yo intentaba decir la verdad a cada persona francamente, según la veía delante de Dios. Veo todo claro. Veo un mundo nuevo. Sentía que me guiaba una luz. Hemos sufrido mucho".
Provisto durante su ingente actividad de una magnética personalidad, cargada de simpatía, se había metido en el bolsillo a los periodistas y hasta los guardaespaldas cuando estuvo amenazado de muerte por las Brigadas Rojas. Renovó la vida religiosa. Se adelantó proféticamente, en su discutida opción por la justicia como consecuencia de la fe cristiana, a los recientes movimientos de solidaridad. Tendió un puente entre la cultura de Oriente y Occidente, y defendió la promoción de la mujer en la Iglesia, el compromiso con los pobres en la educación católica, la necesidad de que Europa saliera de su egoísmo y se comprometiera con el Tercer Mundo, y de que los jóvenes, en los que creía desde su innato optimismo, se previnieran de la tentación del momento: la superficialidad, dirigiendo sus últimas inquietudes hacia los refugiados y drogodependientes.
Sabemos que Juan Pablo II, después de visitar tres veces al general, postrado por la enfermedad, comentó: "Me voy edificado", refiriéndose también con ello a la obediencia con que los jesuitas aceptaron sus disposiciones. Sabemos que en la historia de la Iglesia la incomprensión entre hombres de Dios, incluso entre santos, tiene un nutrido anecdotario.
Que un agnóstico como su compañero Severo Ochoa le pidiera por respeto personal la bendición o que un grupo de protestantes evangélicos acudieran a su lecho cuando ya no podía hablar a encender cirios y entonar cánticos sólo son muestras de la ulterior admiración popular que su figura sigue despertando al cabo de los años. "Era alto y claro como el monte Fuji", me sintetizaba uno de sus ex novicios en Tokio. Los cientos de centros que hoy llevan el nombre de Arrupe en el mundo y el interés que despiertan sus intuiciones bastarían para desbloquear el silencio oficial sobre el padre Arrupe. Que fuera un marxista y agitador es simplemente una deformación de sus enemigos. "¿Marxista yo?"-me comentaba riendo-. "Me limito a decir que hoy día la gente se muere de hambre o por exceso de colesterol". Por si cupieran dudas, se ha descubierto en su diario espiritual que incluso había hecho un voto especial de elegir en su vida lo más perfecto y más en consonancia con el Evangelio.
Algunos no se explican que aún no se haya incoado su proceso de canonización. Pero ¿qué mejor gloria en este mundo que tener casi un centenar de compañeros que, siguiendo sus huellas, ya han dado la vida en países del Tercer Mundo por una fe que les exigía compromiso con la justicia?
Mientras tanto, lo importante para la Iglesia y la sociedad es el vigor de su herencia en un momento de intoxicación ideológica, desencanto y miedo generalizados, incluso entre creyentes que, a mazazos de ortodoxia, dicen representar al Jesús de los Evangelios. Este mensaje no consiste tanto en su diálogo con el mundo, su respeto al pluralismo, su defensa de la justicia y los derechos humanos como un paso irrenunciable a toda predicación de la fe, sino en su firme convicción de que el ser humano está bien hecho y abocado a la alegría y la esperanza.
Esto es lo que han intuido cientos de jóvenes que hoy componen el Voluntariado Padre Arrupe (VOLPA). Un curioso fenómeno de ahora mismo. El mismo año de su muerte surgía en España una red de voluntarios que, bajo el impulso de los jesuitas, asumían como misión la creación de una cultura basada en la justicia y la solidaridad. A esto chavales no se les pregunta otra cosa de si están dispuestos a luchar codo con codo en las fronteras del hambre y el desarrollo de África y América Latina durante uno o dos años para inculturarse en aquellos mundos y echar una mano a esos pueblos. Lo más llamativo es que en su mayoría no son creyentes; representan al estrato social más numeroso de esa gente joven de nuestra sociedad no necesariamente religiosa, pero dispuesta una dinámica de formación y reflexión continuada y acompañada. Abiertos a una transformación personal que les interpela sobre sus motivaciones y actitudes en un mundo que exige cada vez más un compromiso con las realidades concretas.
Veinte años después de su muerte la figura de Arrupe, en el marco de Ongs como Entreculturas y ALBOAN (País Vasco y Navarra) y Volpa Tarraco (Cataluña), estimula a una generación, tan distinta a los de la Ni-Ni (ni estudian ni trabajan), dispuesta a afrontar las desigualdades. ¿Por qué? Cuando escribí la biografía de aquel vasco universal, nunca soñé que su impulso transformador seguiría arrastrando así. Hoy continúo recibiendo cartas de gentes que han experimentado el "efecto Arrupe" tras adentrarse en su vida.
Recuerdo que cerca de "don Pedro" se tenía la sensación de estar junto a un amigo. Quizás por eso sus últimas palabras son todo un programa para un mundo aburrido, que no despierta de la miopía del consumismo o de una absurda protección frente a la globalización de los bienes y la esperanza: "Debemos ser agentes de transformación en nuestra sociedad, trabajando activamente por cambiar las estructuras injustas".
Y añadía: "Debemos tener la firme determinación no sólo de no participar en ningún lucro de origen claramente injusto, sino incluso, ir disminuyendo la propia participación en los beneficios de una estructura económica y social injustamente organizada a favor de los más poderosos, mientras los costos de la producción recaen pesadamente sobre los hombros de los menos favorecidos".
Su pensamiento rompe fronteras y particularismos: "Me siento universal. Nuestro papel, de hecho consiste en trabajar para todos y por ello trato de tener un corazón lo más grande posible y de comprender a todos". De esta Europa que se mira el ombligo, afirmaba que "no podría concebir su desarrollo independientemente de los países todavía menos favorecido o menos desarrollados". En ese contexto inscribía incluso toda creencia: "La fe debe mantener su continuo diálogo con todas las culturas. Fe y cultura se emulan mutuamente; la fe purifica y enriquece la cultura y la cultura enriquece y purifica la fe". Entonces algunos no lo comprendieron. Hoy, en plena crisis económica y un marasmo de palabrería y mensajes encontrados, su altar y su gloria lo constituyen los que han dado la vida por esas ideas o entregan su tiempo para cambiarlo.
*Pedro Miguel Lamet es jesuita, escritor, periodista y biógrafo de Pedro Arrupe.
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